jueves, 17 de diciembre de 2015

La breve ausencia (relato de impresiones en el desierto de Gobi)

Comenzado el ocaso, la camioneta (una hermosa UAZ 452 soviética) hace un alto en algún punto perdido de la región de Ömnögovi, ubicada al sur de Mongolia. Se acerca el final de lo que fue un itinerario de viaje que, sin exagerar, merece la definición de implacable. No por el esfuerzo físico que haya demandado, sino más bien por el maratónico recorrido (más de 6000km) que fueron realizados de forma intensiva, para ganarle días, horas, minutos y segundos al tiempo. –“El tiempo”. Emito un suspiro de alivio y aprovecho los últimos vestigios de luz solar para releer un pasaje de mi anotador de viaje. Un fragmento que se remonta dos días atrás, cuando había finalizado la etapa del Transiberiano.

(…) pensé en esto último durante los 4 días de trayecto entre Moscú y Ulan Ude (ciudad de la Republica de Buriatia y punto obligado para quienes deseen cruzar la frontera mongola desde el este y dirigirse hacia Ulan Bator, su capital). Reincidiendo en el verbo, pensé en que todo viajero se enfrenta a un enemigo, es decir, algo a que vencer (admito en que no es un razonamiento demasiado osado el mío, ya que básicamente esto se aplica a nuestra vida cotidiana). Como sea, en el presente caso, el que nos abarca a mi compañero de viaje y a mí, el enemigo no se manifiesta como una feroz montaña, o una tromba marina en el medio del índico. No vamos a enfrentarnos a la soledad de un bosque eterno (la Taiga sería un bello ejemplo), ni a la supervivencia entre un enjambre de animales salvajes. El hombre tampoco supone un dilema mayor (salvo lo contemplado en cuanto a posibles situaciones de hurtos, peleas y estafas). El dinero, siempre un inconveniente, por suerte ha de combatirse a través del regateo, el racionamiento y, porque no, la solidaridad entre viajeros. Por descarte, concluyo que dado el objetivo de cubrir tal distancia para abordar el desierto de Gobi en un plazo de 8 días, nuestro némesis no es más que un fantasma, creado y alimentado por nuestra especie, una ilusión que nos acecha sin tregua. Dejo de lado el vulgar preámbulo y subrayo la siguiente afirmación: el tiempo es el enemigo a vencer. ¡Que incoherente dilema! ¿Cómo derrotar a lo que no existe? Quizás el viaje me dé la respuesta.

Guardo el anotador en la mochila. La puerta trasera de la Bukhanka está abierta y de sus tripulantes solo yo aún permanezco en su interior. Me aventuro fuera. Pongo los pies en la árida superficie y doy inicio al ritual que realizo al concluir las extensas travesías. Inhalo intensamente el aire hasta hinchar los pulmones, para después dejarlo escapar con violencia (me gusta pensar que esta exhalación representa un zonda que se lleva toda la porquería acumulada en el interior). Este evento, tan necesario para mí, implica la clausura de los sentidos audiovisuales. Por tal motivo, mi conmoción al abrir los ojos se convierte en algo indiscriptible. La felicidad intensa dibuja de manera inconsciente una sonrisa en mi rostro. El paisaje se nutre de montañas a lo lejos, pasturas en los alrededores,  algunos camellos y varias cabezas de ganado ovino y caprino. Se completa con tres Yurtas inmaculadas, de puertas pintadas en distintos colores. Una mujer mongola entrada en años sale de una de las mismas. Al pasar sonríe y saluda gentilmente. La escucho murmurar algo en ese rudo idioma que es el mongol y me hace señas para ingresar en la tienda. Es hora del té y, por ende, de ingerir alimentos (he apuntado en mi anotador el testimonio de la guía, quien señalaba que el té mongol lleva, además de leche, sal, con el fin de retener el cuerpo líquido y permitirse los pastores completar las largas jornadas en el campo).

Tras comer la noche se ha presentado y las estrellas que antes se mostraban tímidas en el firmamento, han ganado confianza y ahora se exhiben con un esplendor conmovedor. Me alejo del campamento. Me esperanza la idea de que entre el cielo y el desierto me sean confiadas las respuestas buscadas (o al menos me ayuden a formular las preguntas correctas).

El cosmos me empequeñece.  No soy de realizar actos sin pensar y sin embargo me hallo acostado en el suelo. La región del Gobi no cesa en su afán de poner a prueba mis reflejos. Anula mi capacidad reflexiva. La ansiedad (característica despreciable de mi persona) se encuentra aplacada. La sensación es la de un vacío absoluto. Contemplo ya no las estrellas, sino el contexto. En algún momento del viaje había pensado en el silencio absoluto. Ese sonido vibrante que genera el viento en una región abierta. Pero he aquí la trampa en lo dicho y es que hay sonido, demasiado si se presta atención. La música más bella se esconde del otro lado de los umbrales de la percepción. Me toca a mí ser uno de los privilegiados en esta ocasión. Sin embargo, me distrae también lo que llega a lo lejos desde el campamento. Mi burbuja se rompe y de nuevo soy un ser ansioso y lleno de temores. Pienso en si habrá serpientes, quizás algún animal carroñero, insectos, tal vez algunos sean venenosos. La sensación de soledad que antes me amparaba, ahora me acecha. Me lleno de dudas inútiles. Lo siguiente que escucho es mi corazón latiendo de manera intensa e irregular. En seguida me tranquilizo. Sigo sin haber aprendido nada. Tal vez nunca lo haga. Pienso en que como son las personas (en como soy yo para no ser tan objetivo). La experiencia pareciera ser un proceso donde uno comete los mismos errores una y otra vez pero con mayor cautela.

Ya incorporado, me percato del frío, que ahora me pellizca el rostro y entorpece mis movimientos. Busco el pasamontañas y los guantes en el bolsillo del abrigo. A lo lejos la yurta despide humo por la chimenea. La camioneta tiene sus luces interiores encendidas. A más de 20000km se encuentra Buenos Aires, en la antípoda del globo esta mi casa. Dando pasos sobre un suelo que nunca creí iba a pisar (la infantil reflexión me hace tomar un puñado de tierra con la mano para luego dejarla caer). Pienso en que esto pronto sera un recuerdo (quizás ahora mismo  me encuentre transcribiendo a la computadora este escrito con la horrenda caligrafía).

El tiempo es una invención humana. Borges dejo bien claro que salvo el hombre todo ser vivo es inmortal por no tener conciencia respecto a su deceso. Es justamente gracias a esto que somos capaces de actos que sobrepasan la mera subsistencia. Buscamos posteridad o justificar nuestra existencia. Amamos y odiamos con intensidad. En todo se demanda y se encuentra un significado. Hoy encuentro una respuesta más simple a todo este embrollo, así que antes de bajar este lápiz, mientras mis células se descomponen (hasta alcanzar el sabido desenlace), quiero recordarme que lo que realmente deseamos es felicidad (para nosotros y para compartir). Ante la ausencia de una mejor reflexión, concluyo el relato aquí. 

sábado, 21 de febrero de 2015

El sueño de Mingus (Goodbye Pork Pie Hat)

Charles Mingus sonaba en el ambiente. De no equivocarme, se trataba de Goodbye Pork Pie Hat.

La oscuridad de la noche parece desteñirse por la lluvia que acecha. Hace tiempo que el paisaje dejo de ser una de las cualidades ofrecidas por el barrio (quizás nunca lo fuera), así que no hay mucho por lo que lamentarse. La mía no es una ventana muy inspiradora, me hace pensar que no hay nada afuera que valga la pena. Sin embargo, la melodía intrusa me mantiene en el lugar, con las manos en los postigones, desertando en la idea de cerrarlos. Corro las cortinas con la intención de amplificar el sonido. Las polillas y otros minúsculos seres voladores aprovecharan esta única oportunidad para infiltrarse y rendir tributo a la luz de los veladores. Al menos la música ahora se siente más nítida. Doy unos sorbos a una tasa de café que había olvidado, tibia a estas alturas, y me dejo caer en el sillón dispuesto a escuchar toda la pieza. Recordaba el sonido de los instrumentos de viento y esa atmósfera en la que me inducían. Era como si un portal se abriera y alterara el mundo físico durante los cinco minutos, o más, en los que se extendía la interpretación. Vulneraba el sentido de la realidad por completo. Bajo este estado, siempre me imaginaba de detective, sentado en mi desabrido despacho,  a espaldas de un gran escritorio (con un mar de papeles a cuestas y un teléfono con el dial de rueda), observando a través de la persiana americana rota la lluvia cayendo de a montones sobre la ciudad. En esa fantasía, una mujer de otra época se presentaba en la oficina vestida de forma elegante, luciendo perlas en el cuello y con un fino tapado sobre su vestido de hombros descubiertos. Ingresaba sin siquiera haber llamado a la puerta y, tras nombrarme (“detective…”), se abría paso en el interior hasta sentarse. Siempre me rogaba por ayuda, aludiendo que era un trabajo que nadie más podía hacer y que ya no tenía a quién recurrir. Me encantaban las sutilezas, llenas de emociones y peligros, en las que me involucraba al escuchar Goodbye Pork Pie Hat.

Pestañeo un par de veces. No consigo abrir los ojos, así que los refriego intensamente para separar los parpados en su aplastamiento. Me siento mareado, así que me incorporo lentamente contra el respaldo del sillón. La camisa blanca empapada en sudor parece un chaleco de fuerza. Con gran dificultad la desabotono por completo. Recorro con la vista el cuarto para evitar pensar en la náusea repentina y también para lograr comprender la naturaleza de mi estado. La penumbra no alcanza a ser tal por las luces violáceas del cartel del hotel que se filtran por la ventana de forma impertinente. Las cortinas de tono marchito levitan y se dejan caer en ciclos inconstantes según la voluntad del viento, que trae olor a lluvia y alcantarilla. Unos jazmines colocados sobre la mesa de luz repelen la fresca peste. Por encima de mí el ventilador de techo rota a una velocidad inútil. En frente, un modular antiguo y desvencijado exhibe las pistas más fehacientes sobre lo ocurrido. Sobre el mismo se dejan ver menos de media botella de Wild Turkey, un cenicero repleto y algunas prendas femeninas, de las cuales reconozco, asombrado, el largo vestido rojo. Junto al mueble una puerta abierta despide vapor desde el interior. Se escucha el sonido del agua cayendo de la boca de un duchador. Desde donde estoy puedo ver la espalda desnuda de una mujer bajo la tenue luz del baño. Ella se arregla entre canturreos delante de un espejo con el azogue castigado por los años. Es de curiosa gracia notar cómo se sacude violentamente cada vez que se desenreda con el peine el cabello. Encuentro un extraño placer en la escena, como si recordara algo olvidado hace tiempo.

La escucho callar de pronto. Se queda inerte, sosteniéndose del lavamanos, mirando a través del espejo que comienza a cubrirse de vaho. Parece haberse percatado de mi recuperación. Comienza a cantar algo en inglés, reconozco una estrofa en la mala pronunciación: - “love is never easy. It s short of the hope we have for happiness”. Se da la vuelta. Ahora me observa directamente y sonríe. Murmura algo, no comprendo bien sus palabras. Pareciera mover los labios sin emitir sonido alguno, pero de algún modo sé que está hablando, quien no escucha soy yo. La cabeza empieza a darme vueltas con mayor intensidad. La mujer se acerca a la habitación y se detiene  en el umbral del baño junto al modular. Su mano derecha se pierde entre sus ropas y vuelve a mostrarse con un artefacto entre sus dedos. Reconozco aterrorizado el estuche de la Colt. Desconozco sus motivos, pienso en la trampa que pudieron haberme tendido en mi ausencia. Recuerdo cuando ella se presentó ante mí. Buscaba vengarse del hombre que había asesinado a su marido. Un policía era su principal sospechoso, pero no tenía pruebas para demostrarlo y nadie quería tomar el caso por temor, dadas las implicaciones políticas. Solo yo poseía los recursos fuera de la ley para llevar a cabo la tarea. Con el correr del tiempo, las visitas de la mujer reclamando detalles de lo investigado se intensificaron, las reuniones también se prolongaban cada vez más. Habíamos logrado un gran avance, incluso estábamos a punto de atrapar al sospechoso. Sin embargo, un error crucial casi nos cuesta la vida. Salve la suya en esa ocasión, pero el temor por lo acontecido aumento nuestra cautela y en consecuencia decidí suspender momentaneamente la investigación. Por consejo de mi parte, buscó refugio en el exilio. Durante ese tiempo de distanciamiento, comencé a sentir una fuerte atracción por ella. Cuando regreso a la ciudad, para mi sorpresa, me había invitado a cenar. Acepte sin dudarlo. Finalmente, todo concluye en esta escena, lo último que  recuerdo es a ella en esta habitación ofreciéndome whisky mientras se desvestía. También sentada en la cama fumando, interrogándome sobre algo absurdo, a lo que yo respondía sin mediar palabra alguna, una serie de incoherencias. Lo que sigue a continuación escapa a mi memoria. Ahora la veo desenfundar el arma que me quito mientras dormía (seguramente habría colocado alguna droga en la bebida) y dirigirla hacia mí. Pensara que soy el asesino, o quizás necesita hacer creer que lo sea. Comienza a cantar nuevamente. La visión se me nubla. Distingo su dedo jalando del gatillo. Un silbido intenso atormenta mis tímpanos. Algo estalla.


Me despierto exaltado. Veo la tasa  destrozada en la alfombra y su oscuro contenido cubriendo el área del desastre. Afuera había comenzado una fuerte lluvia. La música había cesado. Me incorporo temblando y con un desconcierto tan grande como mi pesar. Ya no podría volver a escuchar Goodbye Pork Pie Hat.