Charles Mingus sonaba en el
ambiente. De no equivocarme, se trataba de Goodbye Pork Pie Hat.
La oscuridad de la noche parece desteñirse por la
lluvia que acecha. Hace tiempo que el paisaje dejo de ser una de las cualidades
ofrecidas por el barrio (quizás nunca lo fuera), así que no hay mucho por lo
que lamentarse. La mía no es una ventana muy inspiradora, me hace pensar que no
hay nada afuera que valga la pena. Sin embargo, la melodía intrusa me mantiene
en el lugar, con las manos en los postigones, desertando en la idea de
cerrarlos. Corro las cortinas con la intención de amplificar el sonido. Las
polillas y otros minúsculos seres voladores aprovecharan esta única oportunidad
para infiltrarse y rendir tributo a la luz de los veladores. Al menos la música
ahora se siente más nítida. Doy unos sorbos a una tasa de café que había
olvidado, tibia a estas alturas, y me dejo caer en el sillón dispuesto a
escuchar toda la pieza. Recordaba el sonido de los instrumentos de viento y esa
atmósfera en la que me inducían. Era como si un portal se abriera y alterara el
mundo físico durante los cinco minutos, o más, en los que se extendía la interpretación. Vulneraba
el sentido de la realidad por completo. Bajo este estado, siempre me imaginaba
de detective, sentado en mi desabrido despacho, a espaldas de un gran escritorio (con un mar
de papeles a cuestas y un teléfono con el dial de rueda), observando a través
de la persiana americana rota la lluvia cayendo de a montones sobre la ciudad.
En esa fantasía, una mujer de otra época se presentaba en la oficina vestida de
forma elegante, luciendo perlas en el cuello y con un fino tapado sobre su
vestido de hombros descubiertos. Ingresaba sin siquiera haber llamado a la
puerta y, tras nombrarme (“detective…”), se abría paso en el interior hasta
sentarse. Siempre me rogaba por ayuda, aludiendo que era un trabajo que nadie
más podía hacer y que ya no tenía a quién recurrir. Me encantaban las sutilezas,
llenas de emociones y peligros, en las que me involucraba al escuchar Goodbye
Pork Pie Hat.
Pestañeo un par
de veces. No consigo abrir los ojos, así que los refriego intensamente para separar los parpados en su aplastamiento. Me siento mareado, así que
me incorporo lentamente contra el respaldo del sillón. La camisa blanca
empapada en sudor parece un chaleco de fuerza. Con gran dificultad la
desabotono por completo. Recorro con la vista el cuarto para evitar pensar en
la náusea repentina y también para lograr comprender la naturaleza de mi estado.
La penumbra no alcanza a ser tal por las luces violáceas del cartel del hotel
que se filtran por la ventana de forma impertinente. Las cortinas de tono
marchito levitan y se dejan caer en ciclos inconstantes según la voluntad del
viento, que trae olor a lluvia y alcantarilla. Unos jazmines colocados sobre la
mesa de luz repelen la fresca peste. Por encima de mí el ventilador de techo
rota a una velocidad inútil. En frente, un modular antiguo y desvencijado exhibe
las pistas más fehacientes sobre lo ocurrido. Sobre el mismo se dejan ver menos
de media botella de Wild Turkey, un cenicero repleto y algunas prendas
femeninas, de las cuales reconozco, asombrado, el largo vestido rojo. Junto al
mueble una puerta abierta despide vapor desde el interior. Se escucha el sonido
del agua cayendo de la boca de un duchador. Desde donde estoy puedo ver la
espalda desnuda de una mujer bajo la tenue luz del baño. Ella se arregla entre
canturreos delante de un espejo con el azogue castigado por los años. Es de curiosa
gracia notar cómo se sacude violentamente cada vez que se desenreda con el
peine el cabello. Encuentro un extraño placer en la escena, como si recordara
algo olvidado hace tiempo.
La escucho
callar de pronto. Se queda inerte, sosteniéndose
del lavamanos, mirando a través del espejo que comienza a cubrirse de vaho.
Parece haberse percatado de mi recuperación. Comienza a cantar algo en inglés,
reconozco una estrofa en la mala pronunciación: - “love is never easy. It s short of the hope we have for
happiness”. Se da la vuelta. Ahora me observa directamente y sonríe.
Murmura algo, no comprendo bien sus palabras. Pareciera mover los labios sin
emitir sonido alguno, pero de algún modo sé que está hablando, quien no escucha
soy yo. La cabeza empieza a darme vueltas con mayor intensidad. La mujer se
acerca a la habitación y se detiene en el
umbral del baño junto al modular. Su mano derecha se pierde entre sus ropas y
vuelve a mostrarse con un artefacto entre sus dedos. Reconozco aterrorizado el
estuche de la Colt. Desconozco sus motivos, pienso en la trampa que pudieron
haberme tendido en mi ausencia. Recuerdo cuando ella se presentó ante mí.
Buscaba vengarse del hombre que había asesinado a su marido. Un policía era su
principal sospechoso, pero no tenía pruebas para demostrarlo y nadie quería
tomar el caso por temor, dadas las implicaciones políticas. Solo yo poseía los recursos fuera de la ley para llevar a cabo la
tarea. Con el correr del tiempo, las visitas de la mujer reclamando detalles de
lo investigado se intensificaron, las reuniones también se prolongaban cada
vez más. Habíamos logrado un gran avance, incluso estábamos a punto de
atrapar al sospechoso. Sin embargo, un error crucial casi nos cuesta la vida. Salve la suya en esa ocasión, pero el temor
por lo acontecido aumento nuestra cautela y en consecuencia decidí suspender momentaneamente la investigación. Por consejo de mi parte, buscó refugio en el exilio. Durante ese
tiempo de distanciamiento, comencé a sentir una fuerte atracción por ella. Cuando
regreso a la ciudad, para mi sorpresa, me había invitado a cenar. Acepte sin
dudarlo. Finalmente, todo concluye en esta escena, lo último que recuerdo es a ella en esta habitación
ofreciéndome whisky mientras se desvestía. También sentada en la cama fumando, interrogándome
sobre algo absurdo, a lo que yo respondía sin mediar palabra alguna, una serie
de incoherencias. Lo que sigue a continuación escapa a mi memoria. Ahora la veo
desenfundar el arma que me quito mientras dormía (seguramente habría colocado
alguna droga en la bebida) y dirigirla hacia mí. Pensara que soy el asesino, o
quizás necesita hacer creer que lo sea. Comienza a cantar nuevamente. La visión se me nubla. Distingo su
dedo jalando del gatillo. Un silbido intenso atormenta mis tímpanos. Algo
estalla.
Me despierto
exaltado. Veo la tasa destrozada en la
alfombra y su oscuro contenido cubriendo el área del desastre. Afuera había comenzado
una fuerte lluvia. La música había cesado. Me incorporo temblando y con un
desconcierto tan grande como mi pesar. Ya no podría volver a escuchar Goodbye
Pork Pie Hat.