Estaba cantando en voz baja y
junto a mí una mujer hacia lo mismo. La misma canción, el mismo modo, casi en
susurro. La sorpresa no me invade de inmediato, demoro un instante antes de
percatarme del curioso hecho. Al hacerlo, una sensación intensa de calor comienza
a ramificarse a través de todo mi sistema nervioso, colocándome en un pasivo
estado de alerta.
Siento temor y
desconfianza, a la vez que simpatía y tranquilidad (como si dichos sentimientos
antagónicos pudieran coexistir de la forma más natural). Pero el detonante de esta
reacción, por demás indefinida, no es la mujer y su sensualidad, dispuesta en
una forma de invitación a ser seducida junto a una isla de descuento en libros,
mientras simula leer una edición maltrecha de Horacio Quiroga (aunque algo de
eso hay, de que valdría negarlo).
El real motivo es la no existencia de la canción. Yo la invente, pero no en cualquier lugar y momento (a modo de ejemplo: bañado por la luz de luna, en un balcón mientras de fondo, y con motivo de inspiración, se hacían presentes las melodías de un disco de Bill Evans o Dave Brubeck). No. La canción se manifestó en mi boca, sin el filtro previo de un concepto razonado, o de algún evento particular en la experiencia que me haya movilizado el alma. No hubo interpretaciones previas en un bar, o en la radio, ni selle para la posteridad su contenido lirico en un pentagrama (sin ir más lejos, yo ni siquiera soy músico). La canción no existía hasta hace segundos. Yo le di vida. La creé de la nada, sin proponérmelo, un divertimento mientras buscaba entre los tomos apilados de una librería “La invención de Morel” a un precio más que modesto.
El real motivo es la no existencia de la canción. Yo la invente, pero no en cualquier lugar y momento (a modo de ejemplo: bañado por la luz de luna, en un balcón mientras de fondo, y con motivo de inspiración, se hacían presentes las melodías de un disco de Bill Evans o Dave Brubeck). No. La canción se manifestó en mi boca, sin el filtro previo de un concepto razonado, o de algún evento particular en la experiencia que me haya movilizado el alma. No hubo interpretaciones previas en un bar, o en la radio, ni selle para la posteridad su contenido lirico en un pentagrama (sin ir más lejos, yo ni siquiera soy músico). La canción no existía hasta hace segundos. Yo le di vida. La creé de la nada, sin proponérmelo, un divertimento mientras buscaba entre los tomos apilados de una librería “La invención de Morel” a un precio más que modesto.
Y allí estaba
ella. La mujer que se apropiaba de mi canción recientemente inventada.
Empleando las mismas palabras, haciendo énfasis en los mismos pasajes, la misma
tonada (justifico la redundancia del término “mismo” en mi relato, dado que
resume los motivos de mi estado de perplejidad absoluta. Pero debo ser concreto
y no insistir por demás en este hecho. No debo vulgarizar lo inconcebible. Además,
acabo de procesar la situación, de pasar del “¿qué?” al “¿cómo?”. A la sorpresa
dio lugar la curiosidad).
Pensé entonces
en las infinitas posibilidades que dieran respuesta a la interrogante que se
acababa de presentar. La imagine siendo una persona del futuro muy cercana a mí,
posiblemente mi mujer, hija o nieta. Ella entonces estaría cantando como una cómplice,
muy cerca mio, una canción que, a sus sabiendas, compuse en este mismo día. Intuyo
que se lo habré retratado como la anécdota más extravagante que me haya
ocurrido.
Siguiendo con
la lógica de esta teoría, empezaría por decirle lo atemorizado que estaba por
el acontecimiento, a mí entender surrealista, que se me habría presentado en este
sitio. Luego, le comentaría mis sospechas sobre lo acontecido y las
resoluciones que habría abordado.
Me detuve en
esta posibilidad, mientras la seguía con la mirada por todo el negocio hasta la
fila de la caja. Seguramente al llegar a casa después de salir de la librería, en
este día, me senté largas horas frente al escritorio y le di forma final a la
letra. Habré pasado años tratando de pulir técnica en algún instrumento para
agregarle la melodía deseada en la interpretación original, es decir, la actual
en mi cabeza. Ni que hablar las lecciones de canto, dado que tanto esfuerzo se arruinaría
con mi nivel, nulo, actual.
La teoría expuesta
me convencía, o debo decir, me agradaba. Me imagine conservando esta duda
conmigo hasta mi deceso. Comentándole el extraño suceso de aquel día en la librería
en la primera vez que ensaye la canción frente a ella. ¿Le habré pedido que la
recordara? ¿O lo habrá hecho por voluntad propia? Quizás le gustara tanto que llego
a rogarme la repitiera en cada oportunidad presente, o en eventos especiales
para ella, como su cumpleaños o en las navidades. Seguramente le pedí que, de
existir la posibilidad de volver en el tiempo, me buscara en este mismo día, en
este lugar, de blazer marrón con coderas y remera de batman debajo (la imagino
riendo más por esto que por la inusual petición). Esto es, porque sabía que descubriéndola
a ella daría forma a una canción que se convertiría en el sentido de la vida de
ambos.
Tras pagar,
ella se retira pasando por delante de mí (juraría que la vi sonreír al cruzar
miradas conmigo). Su marcha rápida me provoca un impulso por querer llamarla y
detenerla. Me sereno y bajo el brazo que había levantado en señal de alto. Me
quedo con las palabras de ruego en la boca mientras la veo atravesar la puerta
del establecimiento.
Al salir de la librería siento una leve angustia. Camino
por Corrientes pensando en que quizás yo muera sin saber la verdad sobre lo que
paso esta tarde. Me consuelo sabiendo que a fin de cuentas eso sería lo menos
importante. De haber ocurrido todo según lo planteado, ella habría cumplido con su
promesa. Había salvado la canción.
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